Otto Adolf Eichmann fue un criminal de guerra austriaco-alemán de alto rango en el régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial, uno de los mayores organizadores y responsable directo de “La Solución Final”, principalmente en Polonia, y de los transportes de deportados a los campos de concentración. Fue promovido por Heydrich por su facilidad en el manejo de la logística de la deportación en masa de los judíos a los guetos y campos de exterminio en los países del este de Europa ocupados por los nazis durante la guerra.

Luego de la derrota de Alemania en 1945, Eichmann fue capturado por las fuerzas estadounidenses, pero escapó del campo de detención, moviéndose por todo el país para evitar su localización. Se escondió en una pequeña villa en la Baja Sajonia donde vivió hasta 1950, cuando huyó a Argentina bajo identidad falsa (Ricardo Klement). Los servicios de inteligencia israelíes confirmaron su identidad y ubicación en 1960, y posteriormente fue capturado por un equipo del Mossad y agentes de Shin Bet y llevado a Israel para ser juzgado.

Es a partir del proceso judicial, llevado a cabo por el “naciente” Estado Judío, que Hanna Arendt escribió una serie de artículos para la revista New Yorker, los mismos que sirvieron de miga y sustancia para el nacimiento del libro “A Reporter at Large: Eichmann in Jerusalem”.

Debo confesar que la lectura del libro escrito por Arendt nació y germinó del gran interés que he adquirido por encontrar algunas respuestas relacionadas a la debacle europea suscitada a lo largo del siglo XX. Dentro de las muchas preguntas, existían tres a cuyas respuestas no me lograba asomar: Por qué los Nazis lo hicieron? Eran acaso monstruos? Cómo pudo un hombre de apariencia tan “normal” como Eichmann colaborar y cometer crímenes tan horrendos?

Una de las primeras lecciones aprendidas de Arendt es que los tipos monstruosos no deben ser necesariamente asociados a sujetos tocados por algún tipo de desorden síquico o moral, sino que pueden llegar a ser seres comunes y silvestres. Eichmann fue un tipo superficial, alguien no muy inteligente que hablaba con frases hechas y a quien le preocupaba no haber llegado a coronel; su decisión de ingresar al Partido Nazi respondió a un acto casi natural al contexto en el que le tocó vivir, no siendo el resultado de una decisión meditada, al punto de que nunca se informó sobre el programa político Nazi. Tampoco era un fanático antisemita, ni un genio del mal, ni un loco que obtuviera placer al saberse responsable de la muerte de millones de personas.

Para Arendt, lo de Eichmann no respondía a algo fuera del orden común de las personas: “No era estupidez, sino una curiosa, y verdaderamente auténtica incapacidad para pensar”. Hubo muchos hombres como él, y estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales”. El problema de Eichmann no fueron sus intenciones, sino que no se paró a pensar en las consecuencias de sus actos y en las alternativas que tenía.

Es así como Arendt presenta un nuevo tipo de maldad que a través de la burocracia transformó “a los hombres en funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa”.

Durante la lectura del libro los argumentos (a manera de pregunta) que Eichmann sostuvo durante su proceso despertaron una particular curiosidad en mí: “¿Quién era yo (Eichmann) para juzgar las órdenes de mis superiores? ¿Quién era yo para poder tener mis propias opiniones en aquel asunto relacionado a la Solución Judía (que acabaría con el exterminio de millones de seres humanos)?” Ante esta actitud llego a reconocer otra de las lecciones aprendidas de Arendt, la cual consiste en que los peores crímenes no requieren grandes motivos.

A mi cuenta y riesgo puedo llegar a decir que fue la incapacidad de pensamiento (de juicio en términos racionales y morales), la que originó y permitió la barbarie que gobernó en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora bien,  a qué se refiere Arendt con “incapacidad de pensamiento”? Es necesario señalar que para Arendt existe una importante distinción entre Conocimiento (Acción y capacidad para acumular ideas, elaborar teorías, resolver problemas técnicos) y Pensamiento (Capacidad de poder tener empatía, de entablar un diálogo interior que busca intentar resolver conflictos morales); distinción que permite que la autora nos hable de la Solitud, que no es otra cosa que el dialogo continuo con nosotros mismos.

Por tanto casi toda la sociedad Alemana y Europea (de 1920 a 1945) careció de una capacidad de reflexión, esa que nos lleva a interpelar nuestras propias acciones y futuras elecciones. Por tanto, me permito refutar al propio Eichmann señalando que TODOS somos quien para juzgar, ya que la carencia de esa facultad (y de su ejercicio) es lo que hace posible y tolerable la diseminación del mal.

Y esta actitud no debe ser solamente aplicada frente a cualquier resistencia contra las formas que adquiere el totalitarismo, sino, sobre todo, en tiempos como los de hoy, donde es necesario preguntarnos sobre cuáles son las consecuencias de nuestras acciones: ¿qué efectos tiene en los demás lo que para nosotros no es más que un trabajo de oficina? ¿Cuáles son las consecuencias de un voto mal informado? ¿Nuestra empresa contamina, por ejemplo, o pone a otras personas en dificultades económicas? ¿Debemos ser tolerantes solamente con quienes comparten nuestras creencias? ¿Debemos juzgar nuestra historia de manera imparcial o bajo la óptica de alguna ideología? ¿Acaso sólo son los políticos que nos gobiernan los únicos responsables de la metástasis moral en la que vivimos? ¿Quién valida el comportamiento corrupto? ¿Debemos solamente combatir la gran corrupción sin hacer lo mismo con la pequeña corrupción? ¿Cuestionar a las autoridades nos hacen ser ciudadanos o nos convierten en partidarios de alguna ideología de turno?

La teoría política y ética de Arendt nos propone un nuevo “imperativo categórico”: No podemos renunciar a ejercer el pensamiento crítico y conformarnos con ser meros espectadores de lo que ocurre. Los totalitarismos (y las sociedades que las cobijan) no llegan de repente, por tanto, es importante mantener siempre el espíritu crítico y diálogo abierto.

Culmino este artículo mencionando el gran debate que generó este libro sobre la tesis planteada por Arendt donde indicaba que la responsabilidad de los nazis en cuanto a este crimen sobre la humanidad, no hubiera sido posible sin la colaboración efectiva de algunos dirigentes Judíos que vivían en la Alemania de aquellos años. Reconozco la valentía y coherencia de Arendt aquí y ahora, parafraseando a Sócrates en el Gorgias (uno de los diálogos de Platón): Es preferible sufrir una injusticia que cometerla. El filósofo no solo asegura que es mejor sufrir una injusticia que padecerla, sino que además es preferible ser castigado por cometer una mala acción que salir impune de ella.

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